El tren de La Robla.
Asediado por la inesperada tormenta, mientras esperábamos que arreciara la lluvia, las escarpadas peñas que se vislumbraban tras la ventanilla atraen el rayo y su estruendo intimida, “dentículos, astrágalos, mandíbulos”, la repentina y atronadora tormenta despierta en el chiquillo asustado atávicos recuerdos que anidan en su memoria. Desangelados vagones en los que la brusca tormenta de verano hacía estragos, las pesadas ventanas de madera henchidas por los calores no ajustaban; en Primera no os mojareis, anunciaba el magnánimo revisor y aunque barruntábamos la tibia oferta, los viajeros de tercera clase, tímidos cual asustadizos conejos e intuyendo no ser bien recibidos, nos amontonábamos en el rincón donde menos azotaba la lluvia.
A pesar de las incomodidades los viajeros de tercera reían sin descanso, la obligada parada y el trasbordo en Mataporquera era un festejo, avanzábamos camino de la luz, dejando atrás sombríos montes de hayas y pinos, saboreando de antemano rosquillas y amarguillos, emigrantes de buen conformar, domesticados y orgullosos de su miseria.
Infantiles viajes teñidos del realismo mágico que tanto seducirá esos decenios, involucraba a toda la familia que lo emprendía en busca del sol y de sus raíces, aunque ahora dudo del orden, el tren de la mina, el de los veraneantes en el estío, eufemismo que definía a aquellas familias que anhelaban un abrazo de los suyos, tren de la nostalgia tras el largo, lluvioso y duro invierno, el más largo de vía estrecha de Europa decían, ferrocarril tan estrecho como las carencias de los que en él viajaban, desertores del arado reconvertidos en recios obreros fabriles a los que la costumbre y la tierra, aunque más bien su falta, había expulsado de su hogar, tan dividido a fuerza de hambre y generaciones que ya no soportaba una más, gente pobre, adusta, orgullosa en demasía de un pasado, que el Poder siempre les hurtó, hijos de un mismo hambre, peones de la modernidad, de la alta siderurgia, traidores que salen a pasar hambre dirán los que quedaron con esa saña que acarrea el que no vio el momento y que sin embargo de soslayo observa con resquemor al recién llegado.
En aquellos vagones cuando llovía se te empapaba la ropa y el alma, pero todos los que allí viajaban imaginábamos un futuro tan ancho como los campos que contemplaríamos al final del trayecto, se intuía cercano el fin del inmovilismo, de la servidumbre, del perpetuo silencio, aunque tan solo fuera por las noticias que llegaban del exterior, olía a novedad, al igual que nosotros también retornaban emigrantes del extranjero y traían aires que parecían de otro planeta, recién aterrizados en este por las vivencias que relataban, entonábamos himnos que sin acabar de entender hacíamos nuestros, lenguaje universal de aquellas décadas, que hacían soñar con algo de lo que aún nos privaban, la meta de cualquier viaje, la libertad.